[Esto no iba a salir aquí, pero tras pegarme con distintas posibilidades aquí hemos terminado. Disfrutadlo si podéis.]
La historia va así: No soporto al autor de este libro. Y es que… Tras el piloto de Sherman-Palladino decidí buscar un par de anécdotas concretas que recordaba haber leído. Creía, por la época, que estarían en este libro. Pero no. Resulta que no estaban y que, de hecho, me encontré con que no había llegado a terminarlo y no recordaba por qué. Así que decidí continuar con su lectura.
La mejor forma posible de recordar por qué has dejado de leer algo. El libro cumple con un dos de las tres cosas que más me molestan en un ensayo: Está espantosamente escrito y El autor no para de dar su opinión sobre todo. Por supuesto ambas situaciones se unen en una hilarante combinación que lleva a que lo que esté contando contradiga lo que está opinando. A veces antes de terminar el párrafo. Por si esto no fuera suficientemente malo además sus opiniones pueden ser resumidas poco menos que en: Los cincuenta fueron una década magnífica en la que todo iba bien y a la que la gente tiene manía por a saber qué tontos motivos. Y, por supuesto, minimiza todo lo que puede minimizar. PERO… Incluso cuando opina una cosa altamente estúpida a continuación da los datos. No es tanto que los datos le contradigan -que también- como que tienden a mostrar una realidad diferente a la que cuenta,, incluso cuando podría usarlos para reforzar su propia narración.
Pero un desastre con buena información hace que haya en mí una lucha entre soportar a un autor capaz de pasarse páginas enteras de ridículas felaciones a sus objetivos en lugar de mostrar lo que está diciendo de ellos -de modo que muchas veces cuando lo hace te encuentras con esas contradicciones; como intentar defender que Mort Sahl no era un cretino para, a continuación, poner declaraciones de Mort Sahl que dejan bien claro que fue, es y será un cretino- y obtener información interesante sobre la comedia en esas décadas. Incluso aunque esté tan espantosamente escrito -incluyendo aquí las elecciones de declaraciones y cómo se presentan, no digamos ya cuando intenta exponer alguna anécdota- que lo único que valga la pena sean alguna de las declaraciones y las posibilidades de unir nombres.
Supongo que, como debió suceder en la ocasión anterior, llegará un momento en que perderé la paciencia, dejaré el libro y olvidaré por una temporada. Y no me extrañaría que fuera en uno de los apartados dedicados a una de las cómicas de la época. Pero hoy toca enseñaros las primeras páginas centradas en Phyllis Diller:
Como veis en las imágenes lo que dice sobre Phyllis Diller señala lo poco habitual para, a continuación, decir que no había ningún tipo de sesgo machista contra las mujeres cómicas, que si no había más era porque no había más y, de remate, dedicar cinco páginas a las antecesoras. Para, eso sí, distanciarla una última vez dejando bien claro que ella era como ninguna otra. Si exceptuamos a la que usó para basar como la mitad de su acto, vamos a dedicarle página y pico a hablar de ella y… ¡Basta! Si el autor del libro supiera escribir probablemente notaría las contradicciones, como no es así logra que esté leyéndole entre resoplidos.
No dejéis de echar un ojo a las páginas, que son bastante autoexplicativas. Y, ahora sí, voy a dejar de rajar y a intentar llegar al final del capítulo sin ir a buscar al ya casi octogenario autor del mismo y partirle las piernas. Al menos esto me ha explicado por qué el año pasado no me hice con Showstoppers!. ¡Con un libro de este señor tengo más que suficiente!